Como señala la liturgia política tradicional, el último año y cinco meses de gobierno estará girando en torno a la elección presidencial: fijación de las reglas, candidato priísta, campañas, elecciones, tiempos poselectorales y cambio de gobierno.
El dato mayor que se le presenta al PRI por segunda ocasión y que determinará el dinamismo del tiempo político es el hecho de que ya no se enfrenta una sucesión presidencial –herencia del poder– porque el destape del candidato priísta no será la elección, sino que las encuestas señalan que el PRI viene desde del sótano de las expectativas y que tiene posibilidades y probabilidades de perder la presidencia.
Este escenario es el que va a fijar el accionar del sistema político priísta. Es obvio que el presidente Peña Nieto está cierto –y muy cierto– que quiere que el PRI gane de nueva cuenta la presidencia; por tanto, el escenario político nacional importante no estará la oposición sino en el PRI; de ahí, pues, la lectura estratégica que se le pueda hacer a la XXII asamblea nacional que giró decisivamente en torno a la facultad metaconstitucional del presidente de la república como el jefe máximo del PRI y por tanto el único facultado para decidir la candidaturas presidencial.
Y ahí es donde las últimas semanas han dejado ciertos indicios políticos que deben de incluirse en cualquier análisis. Las candidaturas presidenciales priístas de 1976, 1982, 1988, 1994 y 2000 se hicieron sin cumplir con el requisito fundamental del presidente consensuandointereses: Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Salinas impusieron a su candidato y fracturaron al PRI; Zedillo no pudo poner sucesor y abandonó al partido; y Madrazo quebró la unidad interna por la forma de auto asignarse la candidatura.
El gran mito sobre el proceso de designación del candidato presidencial fue inventado por López Portillo: el presidente de la república es el fiel de la balanza; es decir, el peso asignado a uno de los dos platos para inclinar las preferencias. En realidad, el presidente de la república es la balanza ya inclinada hacia un lado, no el fiel; y su tarea es la de administrar, negociar o imponer a su preferido.
Luego de las experiencias –buenas y malas– en la designación en Los Pinos de candidatos priístas a gobernador en el periodo 2015-2017, el presidente Peña Nieto sabe de los costos de una mala nominación y se percató en el Estado de México que el PRI tiene que correr cada día más de prisa para permanecer en el mismo lugar o perder poca ventaja.
Los debates alrededor de la XXII asamblea dejaron el dato más importante para el presidente: la principal preocupación de los priístas no es el proyecto de nación, ni la militancia del candidato, ni la facultad rediviva del presidente para designar al abanderado, sino los cargosde elección popular. Por eso los priístas catafixearon el dedazo por el anti chapulineo.
A diferencia de la designación de Salinas, del asesinato de Colosio y de los candados contra los precandidatos de Zedillo, Peña ganó un PRI subordinado a su decisión y todos los precandidatos señalados –aún el no-priísta– fueron recibidos con selfies entusiastas por priístas eufóricos de peñismo.
En este sentido, Peña brincó los obstáculos de 1988, 1994 y 2000. Y tendrá con cómoda libertad el espacio político para designar a su sucesor. Los priístas sólo esperan que no se equivoque.