Imposible olvidar el peso político agregado por la historia reciente a una palabra tan simple y sobrevaluada: solidaridad.
Síntesis distorsionada de una actitud tan cercana en su origen a las virtudes de la caridad, de la esperanza común, tan cristiana como política, tan asociada a los esfuerzos del sindicalismo polaco alentado por Juan Pablo II para derribar el comunismo en el mundo o para describir la actividad salinista en México en la construcción de carreteras o desplegar programas sociales a fin de cuentas populistas, y de paso legitimar a un gobierno impugnado por una sospecha de fraude electoral. Todavía hoy discutimos el origen y los efectos de la “caída del sistema”. En fin.
Si la solidaridad en forma de sindicato en los fríos astilleros de Dansk, derribó al sistema comunista en la Europa Oriental como no pudo hacerlo a “Primavera de Praga”, la misma invocación la elevó a los altares de la buena política pública mexicana.
Una mirada a Polonia, tomada del libro “Su santidad” de Bernstein y Politi:
“La verdad es que las huelgas que azotaban a Polonia en el verano de 1980 no eran simples huelgas. Eran insurrecciones políticas, “contrarrevoluciones”; como las llamaba Brezhnev, acertadamente. Este movimiento, al igual que todas las revoluciones históricas, congregaba una constelación de grandes fuerzas políticas: los trabajadores, los intelectuales y la iglesia. Nunca antes se habían juntado en un momento tan crucial”.
Pero volvamos a México.
Solidaridad como programa legitimador y correcto (como el sindicato de Walesa) y Tratado de Libre Comercio. Eso fue el salinismo, a fin de cuentas, sin tomar en cuenta –por ahora– la venta y remate de la parte productiva (o improductiva) del Estado.
Solidaridad, solidaridad, palabra presente en el confort de la conciencia (todos nos sentimos dignos y santos cuando empacamos latas de atún o papel sanitario y agua embotellada para los desheredados de la tierra) o en la organización política cuya potencia en Polonia inició el derrumbe del marxismo y el telón de acero, y en México privatizó la economía hasta los extremos dichosos del injusto neo liberalismo.
“La elección del nombre de “Solidaridad” para este programa no fue casual. Se trataba –dice Carlos Salinas de Gortari–, de lograr mayor justicia social más allá de un esquema de transferencia de recursos o subsidios focalizados. Para enfrentar la pobreza, el liberalismo social exigía la participación independiente y organizada de la comunidad El sentimiento nacionalista de los mexicanos, importante elemento de cohesión social, estaba profundamente relacionado con el sentimiento de solidaridad.”
¡Ah!, los sentimientos, los sentimientos, desde aquellos con los cuales Morelos sintetizó la utopía y le dio a la Nación capacidad sentimental y ocasiones sensiblera, hasta esa patraña neo liberal del nacionalismo asociado con la organización comunitaria en el territorio de los egoístas y la salvación individual.
–Cada quien para su santo, mi buen.
Pero eran además los tiempos de la reinserción clerical. Salinas había iniciado el irreversible camino de la demolición del juarismo laico hasta el extremo, y Girolamo Prigione abría la primera nunciatura con todos los privilegios diplomáticos, mientras jugaba al tenis en San Ángel y el clero regresaba a la cancha sin rozar la red del pasado.
–Yo sólo tenía como encomienda restablecer relaciones diplomáticas, me dijo una vez, y me dieron más. Mucho más de lo pensado…”
El cardenal Posadas Ocampo (muerto tiempo después en una pendencia de narcotraficantes confundidos, dicen) se convertía en pieza de invaluable valor en la negociación del TLC, según cuenta el mismo Salinas en su grueso libro, “México, un paso difícil a la modernidad” y la “solidaridad “ polaca apostaba en la ruleta de la historia con Ronald Reagan, Margaret Tatcher, el Papa Juan Pablo II frente a los estupefactos y seniles dirigentes soviéticos incapaces de apuntalar la muralla berlinesa.
Esa solidaridad, antes, fue un horrible monumento en la Avenida Juárez, en el predio donde el Hotel Regis se vino abajo con los sismos de 1985 dejando entre los escombros toda la mitología de recuerdos de un viejo y festivo México de mitades del siglo XX, pre moderno, pre industrial, pre gringoide, cuando todos éramos felices y nadie se daba cuenta, según dijo alguna vez el cronista Carlos Monsiváis.
La intensidad sísmica de 1985 nos aportó para siempre un distintivo más a la idiosincrasia nacional: los mexicanos podemos ser a la vez guadalupanos y come curas; alegres, musicales, generosos, desprendidos, románticos, afanosos, soñadores y solidarios, enamorados y abandonados. Si usted tiene más características, por favor complemente el párrafo con sus propias aportaciones.
Por eso todos aprovechamos el sismo o el huracán para mostrarnos generosos en extremo, porque la solidaridad ya se convierte en una especie de impuesto voluntario; lo cual le quita la imposición y le deja nada más el sentimiento de cumplir con las obligaciones de la pertenencia.
Donamos por deseo, por impulso, por gusto, por gozo, porque en el marco trágico de un sismo de piedras rotas y adobes removidos, en el triste espectáculo de quienes nada tienen y nos miran tan tristes como nunca antes, nos olvidamos de nuestra crónica indiferencia ante los hombres lejanos en los confines étnicos del indio a quien hoy llamamos hermano (cuando en tiempos normales lo discriminamos y lo despreciamos), pero nada más en el lapso necesario para llevar la despensa al Centro de Acopio y después olvidar el asunto como si las sardinas enlatadas fuera eternas como la lluvia y pudieran nadar los tiempos de la eternidad.
Toneladas y toneladas; kilos y arrobas y quintales de víveres, medicamentos y ropa en buenas condiciones se van para Chiapas y Oaxaca y nada van a remediar pues pronto, en un mes o menos, todo se habrá consumido y la pobreza y la dispersión seguirán cobrando sus cuentas a lo largo del tiempo y los istmeños y chiapanecos, hoy foco de atención, irán siendo olvidados y permanecerán, atenidos a su escasa capacidad de resurgimiento precario, en esos parajes remotos donde poco se ha hecho por ellos a lo largo de los siglos.
El gobierno hará lo suyo, reconstruirá y alzará de nuevo la escuela y el ayuntamiento y el mercado, y la vida seguirá, distante, lejana, olvidada como ha sido siempre, y muchos ni siquiera volverán los ojos a esos confines hoy visitados por cámaras de televisión, helicópteros militares y diligentes señoritas enfermeras navales quienes les toman el pulso y les regalan medicinas.
Pronto no habrá nada y ni siquiera en el Zócalo de la ciudad de México se volverá a escuchar el grito de Independencia con el agregado de vitorear la solidaridad hacia Chiapas y Oaxaca mientras ondea muda y bella la bandera y nosotros con los ojos en la nube para disfrutar con simple azoro la filigrana celestial de los fuegos de artificio sobre las iluminadas torres de la vieja catedral.
Y así nos sorprende el desfile y con el la fecha más importante de nuestro calendario y nuestra memoria. ¿Cuántas cosas inolvidables han ocurrido en un 16 de septiembre?
Cada quien llevará en su mente a los recuerdos propios. La infancia de soldados y tanquetas, el viaje sobre los hombros del padre, la cita con pífanos y tambores, los aviones en el cielo, la gritería de una verbena vespertina; la memoria de lo irrepetible, los sueños del principio, la voluntad de no olvidar, el empeño de seguir, todo, todo eso es el 16 de septiembre.
Cosa difícil de recordar cuando hoy apenas vemos por la calle solitaria a los barrenderos cuyas escobas de varas empujan silbantes y rasposas, los kilos y kilos de bosta de caballo.
Las fiestas patrias se han acabado en una tarde de papeles rotos y consumidas bolsas de plástico en el pavimento.
Y así hoy el jefe de gobierno. Miguel Ángel Mancera rinde su último informe y se lanza en pos de una candidatura presidencial al frente del frente donde ya se pone Ricardo Anaya por delante.
Hay asuntos implacables y la ambición política es uno de ellos.