LA POESÍA NECESARIA Y LA MODA

–No, no puedo ir ahora. Estoy escribiendo y esta es la última llamada. No recibiré más. Apagaré el celular.

El poeta regresó a sus cavilaciones. Por edad se había perdido la oportunidad generacional de dejar su huella en las letras nacionales con un oportuno y profundo poema dolorido sobre Tlatelolco, pero generacionalmente compensó aquella derrota del tiempo con una epopeya sobre Aguas Blancas, Chiapas, el Zapatismo y Ayotzinapa. Su larga versificación sobre Atenco y la represión se había extraviado en una pesera cuando regresaba de la estación Los Reyes –La Paz. Del puro coraje ya ni quiso repetirla.

Pero ahora el segundo 19 de septiembre le da la enorme oportunidad de inscribir su nombre en la antología de los grandes temas nacionales de la poesía comprometida.

Primero creyó oportuno llamarla “Oda al zapapico”; pero desistió. Le pareció frívola la evocación de una herramienta tan memoriosa para los trotskistas y aun cuando no militaba en ninguna ideología le pareció oportuno no hacer insinuaciones ni siquiera accidentales. Entonces dejó el título para el final como debe ser.

Con devoción emprendió el camino de los versos.

“Oh, ciudad de mis dolores, oh ciudad de mis temblores…”

No, ni madres. Eso es ripioso y no invoca la materia misma del poema. No debe ser elegía del sismo ni la ciudad, sino del heroísmo colectivo, la convicción solidaria. Eso es.

“Bienvenido temblor, si en tus crujidos

Nos haces renacer todos unidos… “

Ese dístico le pareció aceptable. La velada alusión a los esqueletos crujientes en parejas de López Velarde, le daría un tino levemente culterano.

Prosiguió con “ímpetu infinito” y llenó líneas y líneas con versos de muy desbordada emoción. Hizo desfilar en la marcha triste de sus sentidas palabras, la solidaridad, la fraternidad, la hermandad, la edad, y les reconoció su empeño a los milenarios, “milennials”; pues y le hizo una caravana a la vecina suya quien había preparado tortas y jugos paras los rescatistas de unas cuadras adelante.

Quizá haberla acompañado como solidario tameme a llevar la ayuda y en el camino haberse zampado dos de jamón y uno de queso, lograron la exaltación del estro y la decisión de emprender un poema frente a cuyos logros Homero iba a quedar ciego de envidia.

“Nos viste renacer ciudad

De lodo y sangre,

El hombro con el hombro y el pie con el pie

En busca del brazo amigo,

La mano olvidada,

La cabellera al viento…”

Leyó sus propios versos satisfecho. Bebió un sorbo más de su cerveza y cuando se dio cuenta ya la noche se le había venido encima. Bella frase esa de cuando la noche se nos abalanza como si fuera un gato negro.

Leyó, corrigió y una vez terminado el gran poema, la elegía a quien debía ser materia de tal canto, de tan bella rapsodia, halló si título. Un tanto ripioso, pero real: “Mi ciudad; nuestra piedad”. Chingón. Manipuló su teléfono y subió todo a su cuenta de twitter y a su muro de Facebook.

El ciberespacio se encargaría de alojar su obra, Los seguidores llamarían a otros más y en poco tiempo tendría 10 mil o 20 mil o quien sabe cuántos pares de ojos leyendo su poema. Si tenía suerte algún periódico le llamaría para solicitar su autorización y reproducirlo, lo cual le permitiría más repeticiones en las redes sociales.

¿Qué tal si a partir de eso fuera conocido como el poeta de las redes? O el poeta del sismo, cuando antes sus enemigos le llamaban groseramente, el vate del onanismo, como aquel famoso mono enamorado de si mismo…

Con la audacia recientemente terminada podría conquistar a la vecina de las tortas (sin albur) y ocupar un sitio junto a Pacheco o Monsiváis, ya de perdida.

Mientras tanto quedaba satisfecho. La velocidad de los “bites” se encargaría de todo lo demás. Salió a la calle y respiró profundamente el líquido aire de la noche.

A pesar de todo, con sus polvos de destrucción y sus olvidos menores y sus muertos y el intento canto de las ambulancias, la ciudad seguía siendo la casa común.

Y en ella, él, iba a triunfar.  Ya era por derecho, el poeta del sismo.

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