La cabeza es redonda, lisa y con aladares canosos como la barba en la cual se mezclan rotundas hebras negras. La voz es clara y precisa, con dejos habaneros imperdibles, a veces dulce. Los ojos son inquisitivos y en ocasiones generosos. De cuando en cuando hay en ellos una leve brisa de sorpresa detrás de los cristales de los lentes de incurable lector voraz.
Leonardo Padura, sin duda el mayor de los escritores cubanos vivos, es directo, sencillo, preciso en sus palabras. Cuando habla separa sus ideas en párrafos precisos. Como si escribiera y reescribiera en la computadora.
Padura conversa en una cabina de grabación en el Museo “Universum” de la UNAM. Ha tenido una mañana tensa y complicada, de entrevistas y compromisos. Se le nota fatigado y aun le falta una charla larga con estudiantes de letras. Firme y solidaria, Lucia, su esposa durante 40 años, resiste a pie firme, con él, la fama y sus ajetreos.
–Imagínese, le dice a Miguel Ángel Quemain, la conocí cuando tenía 18 años; hoy tiene 28. Lucía sonríe como quien ha oído el mismo chiste muchas veces. Esta feliz.
El escritor, cuya novela “El hombre que amaba los perros” es indudablemente el fenómeno literario más importante desde la aparición de “Cien años de soledad”, vive la vida con una sencillez de notoria grandeza.
–Vivo en un barrio de La Habana donde la vida entra por la ventana y sale por los oídos.
Por esa ventana en la casa familiar de varias generaciones (su padre murió hace apenas cinco años, si la memoria no falla; su madre aun está ahí), Padura miró una tarde la vida y escribió algo tan alucinante como este párrafo digno de los mejores momentos de la prosa en lengua española:
“Era miércoles de Ceniza y con la puntualidad de lo eterno un viento árido y sofocante, como enviado directamente desde el desierto para rememorar el sacrifico del Mesías, penetró en el barrio y removió las suciedades y las angustias. La arena de las canteras y los odios más antiguos, se mezclaron con los rencores, los miedos y los desperdicios de los latones desbordados, las últimas hojas secas del invierno volaron fundidas con los olores muertos de la tenería y los pájaros primaverales desaparecieron como si hubieran presentido un terremoto.”
–El autor, el literato, es un creador de mundos propios; ¿puede el escritor dar la vida y la muerte de personajes y situaciones y luego convivir con el mundo real donde es una pieza más de la vida fuera de su control?
–Sí, el escritor tiene poder sobre cómo hacer el mundo; su mundo. Tiene el poder de tomar las decisiones de la persona y de los personajes; escribir cuando quiere hacerlo, suspender, hacer cualquier cosa, pero también existen los códigos de la vida real y sí; uno es el dueño de la historia, no es el dueño de toda la historia. Es la imposibilidad del absoluto libre albedrío.
–Pero usted es un hombre cruel. Su personaje, Mario Conde, sufre, siente pena a cada página; no halla la felicidad y cuando cree haberla acariciado o inventado, se enfrenta con amores de pleno fracaso, con nostalgias irremediables y penosas. ¿Se puede hacer literatura feliz o toda literatura debe ser trágica, sin salida para los personajes?
— Sí; los dramas humanos son más literarios que, digamos, la fiesta de los quince años. Es verdad. “La nostalgia te engaña, nada más. Te devuelve lo que tu quieres recordar y eso a veces es muy saludable, pero casi siempre es moneda falsa*.”
Leonardo Padura, quien esta mañana aparecerá vestido en el Palacio de Minería con una toga medieval, un bonete como de cosaco y una venera de plata para recibir el doctorado “honoris causa” de la UNAM, es un hombre sencillo. Su indumentaria delata su desinterés por las cosas superfluas. Un pantalón simple, unos zapatos elementales y una polo de tres botones y mangas largas. En los bolsillos el encendedor y el tabaco. Como todo escritor no carga ni pluma ni bolígrafo. Y cuando escribe una atenta dedicatoria con la mano izquierda, prefiere lo segundo. “Los rasgos con el punto no me salen bien porque soy zurdo”.
“Para el colega Rafael, este bolero cubano y el abrazo de Padura”, pone en la página blanca de “La neblina del ayer”.
–Hay quienes han leído en “El hombre que amaba a los perros” y el sadismo terrible de Stalin persiguiendo a Trotsky por todo el mundo hasta asesinarlo en Coyoacán, una velada crítica al autoritarismo cubano del medio siglo castrista. ¿Pensaba en Fidel? ¿Hubo una postura política sin panfleto?
–Hay una línea muy tenue entre la literatura y el panfleto y esa no se debe cruzar. No se debe contaminar el arte con la participación política. Pero aquí creo como decía Hemingway, lo escrito es la séptima parte del texto. Lo demás, como el iceberg, está debajo de las palabras.
“No se necesita mencionar a un personaje para saber que está ahí”.
–¿En todo caso, lectores capaces de descubrir el hielo completo?
–“Si, lectores que aporten lo suyo cuando leen una novela”.
Buenos lectores para buenos escritores, digo yo.
–Sí, eso dice usted.
Y Padura ríe mientras sale de la cabina para atacar un tabaco en la azotea del “Universum”, con toda la luz del valle, con el resplandor de las montañas, con la sombra de los viejos árboles del Pedregal, allá lejos. Solo.