Trump, año 1: ¿tumbarlo o revelarlo?

El pasado 9 de noviembre se cumplió el primer año de la victoria de Donald Trump y es la hora en que la estrategia liberal sigue su camino para tumbarlo de la silla principal de la Oficina Oval de la Casa Blanca. Pero con Trump ha operado una de las leyes de la física: todo lo que resiste, apoya.

Lo más importante es que ha transcurrido un año sin que los sectores progresistas hayan podido construir un proyecto de redefinición del proyecto liberal del último cuarto del siglo XX. Poco a poco, entre iniciativas y resistencias, Trump ha ido consolidando su proyecto puritano por dos razones: el progresismo se ha centrado en la obstaculización judicial y el conservadurismo ya entendió que tienen que sostener a Trump o regresaran los liberales del poder.

Los objetivos de Trump son tres: la hegemonía racial, el dominio empresarial sobre el Estado y el imperialismo autoritario. Se trata de objetivos finales, no de coyuntura. Luego de ganar la presidencia, la estrategia de Trump ha sido redefinir conservadurismos tradicionalistas a nivel legislativo y estatal para mantener la mayoría republicana.

Y pocos quieren ver la dura lucha al interior del Partido Republicano para reorientar su propuesta ideológica: del rancio republicanismo conservador light, concesionista de valores liberales sociales y sin enemigos externos por la derrota de la antiguo Unión Soviética, Trump quiere pasar al republicanismo ultraconservador, local, de valores inflexibles y dispuesto a desmantelar el modelo liberal de los años sesenta en materia de derechos civiles.

Pero en lugar de entrarle a una batalla ideológica general e histórica, los liberales demócratas se han concretado a defender sus pequeñas plazas territoriales incrustadas en el presupuesto. La fuerza política de Trump radica en que está basada en la ideología de los valores de los fundadores de la nación, de los conquistadores del Oeste indio, de los que se apropiaron a la mala de la mitad del territorio mexicano, de los que acotaron al Estado para impedir una burocracia hegemónica basada en el cargo, de los estadunidenses de condado que detestan a la burocracia como poder autónomo, dominante y parasitario.

El recordatorio del primer año de la victoria del 9 de noviembre de 2016 se conformó con la tendencia en las encuestas: 40% de aceptación, ciertamente la más baja de presidente republicano alguno. Pero se trata ya de una base inamovible, sólida, que ningún otro ultraconservador había logrado antes. Poco a poco, Trump ha ido consolidando victorias legislativas y estatales con seguidores de su propuesta, por encima de los que representan al republicanismo tradicional que carece de diferencia de los liberales.

Trump va por el control del Partido Republicano para desplazar a los burócratas del conservadurismo. Ya tiene en la mira a los dos presidentes Bush, padre e hijo, a quienes llevó a que confesaran que en el 2016 habían votado por la demócrata Hillary Clinton, un dato que molestó a los republicanos de todo tipo.

Ahí ha encontrado Trump un espacio político funcional a sus intereses: los demócratas no pueden o no quieren desembarazarse de Hillary Clinton y su ambición de ser candidata presidencial en el 2020 y ahora el presidente Barack Obama regresa a la política para tomar el control del Partido Demócrata y ayudar otra vez a Hillary a ser candidata. Sin embargo, Hillary es una de las políticas estadunidenses más desprestigiadas.

Trump no ha encontrado contrapuntos de poder en el escenario internacional. Una nueva geopolítica parece construirse después del destruido viejo orden capitalismo-comunismo. Los analistas del geopoder no han explicado a fondo las razones de la alianza o entendimiento de Trump con el líder ruso Vladimir Putin y el papel astuto de China en la reconfiguración del nuevo orden mundial. Hasta ahora Trump carece de una definición geopolítica porque su repliegue es nacional, lo que beneficia a Rusia y China, ahora, curiosamente, los mejores aliados de Trump.

Ahí es donde ha fallado el periodismo de investigación y análisis, porque se ha centrado en humillar, cuestionar y hasta insultar a Trump, pero no ha podido definir su proyecto ideológico. Ya pasó un año y los diarios liberales han perdido el foco de su responsabilidad informativa para centrarse en el cuestionamiento a todo lo que haga Trump. Pero falta por saber los estados de ánimo de los estadunidenses de condado, quiénes son los sectores puritanos que votarían en el 2020, cuál sería la agenda de Trump hacia la segunda mitad de su mandato y cuáles los objetivos de cumplirse su meta de reelección y gobernar hasta el 2014.

En todo caso, podría quedar un saldo que tampoco se ha analizado: el desprestigio de los EE.UU. como imperio, su repliegue a favor de Rusia y China e internamente el desmoronamiento de los valores culturales cotidianos como la forma en que deportistas se hincan durante el himno nacional y con ello rompen la identificación sociedad-militarismo invasor. La ausencia del presidente de los EE.UU. de eventos que construyeron un dominio cultural ha llevado a una crítica feroz contra Trump que se extiende al papel del propio poder imperial.

En este sentido, lo positivo de los cuestionamientos contra Trump radica en la pérdida de autoridad política del imperio, pero el análisis frío de los acontecimientos tiene que ver que el espacio que deja el repliegue del presidencialismo de Trump es ocupado –economía cero– por los nuevos intereses de dominación de Rusia y China

Trump cumplió su primer año de la victoria y en enero próximo será su primer año en el poder, pero sin que existen intentos analíticos por dilucidar a Trump como fenómeno político. A diferencia del Obama que llegó a disfrutar el poder desde su minoría racial, Trump tiene un proyecto político de largo plazo: restaurar el puritanismo del siglo XVII en pleno siglo XXI.

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