Cuentan algunos veteranos cronistas que hubo una vez en que el PSOE español de Felipe González se había deslumbrado con el funcionamiento y la permanencia en el poder del PRI mexicano y que entonces había enviado a un grupo de analistas a estudiar al partido mexicano. Los resultados nunca se conocieron, pero fue muy obvio suponer que cualquier copycat o imitación era imposible por uno de los principios centrales de la ciencia política comparada: la circunstancia histórica.
El reciente proceso de designación del candidato presidencial del PRI para el periodo 2018-2024 aporta elementos para suponer que el PRI no es inmortal sino inmorible. El presidente Peña Nieto, que había recuperado la presidencia de la república para el PRI después de dos sexenios presidenciales del PAN (centro-derecha), acaba de restaurar el viejo PRI de las disciplinas, verticalismos y autoritarismos, pero con la reinstalación en la presidencia de la clase tecnocrática.
Por primera vez el PRI nomina a un candidato que no es militante del PRI, a pesar de que el seleccionado José Antonio Meade Kuribreña tuvo la oportunidad de afiliarse al comenzar el gobierno de Peña Nieto en diciembre del 2012; sin embargo, transitó por los tres ministerios principales del poder presidencial mexicano: Relaciones Exteriores (el trato directo con el imperio de la Casa Blanca), Desarrollo Social (los programas asistencialistas para los pobres que representan el voto cautivo) y Hacienda (las relaciones con los organismos financieros internacionales que definen la política económica mexicana desde 1973).
El seguro candidato priísta Meade Kuribreña, por el contrario, trabajó muy a gusto en la administración del presidente panista de la república Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), escalando posiciones desde la coordinación de asesores del ministro de Hacienda Agustín Carstens en diciembre del 2006 hasta llegar en enero del 2011 al cargo de ministro de Energía por ocho meses y luego pasar al Ministerio de Hacienda el último año de gobierno panista de Calderón. Al arrancar el gobierno del priísta Peña Nieto, Meade fue designado ministro de Relaciones Exteriores.
El dato más importante del proceso de designación del candidato priísta radica en el hecho de que Peña Nieto restauró las formas priístas de hacer política para designar como candidato del PRI a un tecnócrata con una fugaz carrera de ministro en cinco ministerios en sólo seis años, pero sin dejar alguna huella especial. Y pasó por esos cargos sin militar en el PRI.
En este sentido, los primeros análisis sobre el proceso señalan indicios de que Peña Nieto pudiera estar iniciando el principio del fin del PRI, un partido nacido desde el centro del poder presidencial en 1929. Si se tratara de encontrar el núcleo del poder presidencial en el sistema político mexicano, sin duda sería el de la facultad no constitucional de designar a su sucesor. La leyenda urbana dice que el presidente saliente asume poderes mágicos para tratar de fusionar sus intereses personales de continuidad con los intereses nacionales.
Pero detrás de esa facultad de decisión que sólo tienen los reyes por sucesión sanguínea se localizó la fusión de dos poderes decisivos: el de la institución presidencial y el del partido como estructura corporativa de poder. De 1929 a 1994 el presidente saliente designaba a su sucesor y el sólo acto de hacerlo público se consideraba como la elección; la campaña y el recuento de votos eran meros datos procedimentales para legitimar lo que ya había sido resuelto. En el 2000 y el 2006 el PRI perdió las elecciones; Peña recuperó la presidencia en el 2012.
Y ahora, para el 2018, Peña regresa a las viejas prácticas autoritarias del partido oficial. Sólo que con tres detalles singulares: entre un precandidato político (Miguel Angel Osorio Chong, ministro de Gobernación) y un precandidato tecnócrata (Meade, ministro en funciones de Hacienda), Peña optó por regresarle la presidencia a los economistas; por primera vez un no-priísta será presidente, lo que significaría el fin del PRI como el partido-apéndice del Estado y por tanto su liquidación final; y ante la exigencia de una reforma integral del viejo sistema/régimen/Estado del PRI, el mensaje del nuevo candidato Meade es solamente el asentamiento mexicano por seis años más en el modelo económico neoliberal.
Pero enfrente del PRI-Meade-Peña se encuentra también tres realidades: primero, desigualdad social y pobreza y marginación del 70% de los mexicanos producto de una tasa promedio anual del PIB de 2.2% en el periodo 1983-2018; segundo, crisis de ingobernabilidad por (modelo Huntington) por la escasa respuesta reformista de los gobiernos del PAN y PRI 2000-2018 y el desbordamiento social en calles y razones sociales en la violencia del crimen organizado; y tercero, la redefinición populista del PAN (centro-derecha), PRD (antigua izquierda socialista) y Morena (asistencialista), los tres recogiendo a los viejos sectores priístas que se niegan a desaparecer.
Por lo pronto, la designación del candidato presidencial del PRI restauró los viejos métodos políticos presidencialistas autoritarios –liturgia del poder, le han llamado los propios priístas– y la oposición PAN, PRD, Morena e independientes a su manera están usando los viejos modos priístas de hacer política.
Ello ha llevado a que los candidatos enarbolen propuestas de campaña sólo para ganar el poder y no para resolver los tres indicadores de la crisis mexicana: sólo el 20% de los mexicanos vive en condiciones de no-pobreza y no-marginación, el 55% de la mano de obra está subempleada o con condiciones salariales debajo del nivel de supervivencias y el PIB promedio anunciado oficialmente para el periodo 2018-2013 será de 2.5% (México necesita crecer 6.5% para atendedor necesidades).
Por ello el fantasma de la abstención electoral comienza a rondar México.