El milenario juego del ajedrez; una reproducción simbólica y en miniatura de la anhelada supremacía, el genio militar y la conquista de los reinos; de la batalla, del campo abierto en cuadros bicolores, con plena visibilidad de las acciones del enemigo quien actúa frente a nuestros ojos en la encubierta estrategia, mientras con igual sorpresa uno forma la propia escuadra de caballos, tropas, artillerías y caballos y clérigos o coordina en secuencia los pasos para avanzar posiciones o eliminar enemigos, es en el fondo una alegoría de la política, la rivalidad y la guerra.
Todo con una finalidad: el poder y el dominio a través de la derrota ajena.
Por eso cuando en México, frente a la burda cantidad de movimientos tramposos se habla de ajedrez político, caemos en un error básico: en el ajedrez las piezas no cambian de color. Es imposible la blancura de un caballo negro a la mitad de la partida y la dama no se convierte en rey ni es el monarca un rato alfil y luego torre. Mucho menos peón de su “cuarto de guerra”.
La diferencia permanente de los colores representa no sólo la diversidad de los uniformes militares (cuando había batallas en campo bélico, por la cantidad de soldados se necesitaba identificar a unos y a otros para saber a quién atacar y contra quién disparar sin correr el riesgo de cargarse a uno de los suyos).
Y durante mucho tiempo en México las diferencias fueron más o menos claras. La rivalidad era evidente y los fines también. Hoy ya no son claros ni siquiera estos últimos. Unos tenían una idea; otros, otra. Hoy nadie tiene.
Por muchos años México estuvo dividido entre liberales y conservadores; monárquicos y republicanos. También entre federalistas y centralistas. Un tiempo hubo de cristeros y come-curas; los revolucionarios alzaron banderas constitucionalistas contra un golpista cobijado por los gringos: el socialismo cardenista reconoció la oposición clerical y derechista del primer Acción Nacional y en medio de todos, subterránea viajaba la corriente comunista alentada por los submarinos soviéticos, (dicho sea esto en sentido figurado), cuando los rojos mexicanos podían ametrallar, en la antesala del complot final, la casa de Trotsky pagados por José Stalin.
Pero todos estaban en su bando. Todos tenían un color.
Y un día se impuso, en los hechos, una dominante corriente de pensamiento casi único: el priismo hegemónico. Autoritarismo le llaman los nostálgicos de la impotencia.
La única verdadera aportación nacional a las corrientes políticas del mundo. Un partido aglutinante de corrientes disciplinadas (a veces obligadas a tiros), concentrador y distribuidor a un tiempo, con una estructura vertical (y por eso eficiente o al menos operativa), cuyo funcionamiento, con tropiezos, errores, abusos y desviaciones, permitió la construcción de instituciones funcionales, el crecimiento económico y ciertos indicios de justicia social. Al menos ése era el anhelo.
Todo se logró a medias y mientras manos misteriosas empujaron las piezas en el tablero nacional (lo dice Borges del ajedrecista cuya mano es movida por otra mano), los dos colores del escaque no fueron suficientes para darles cabida a todos en el juego. El campo se quedó chico y se transformó en algo parecido a una estrella de seis picos, como en las damas chinas, donde alegres e inocuas las canicas de colores saltan de un lado para el otro.
La política —al menos la partidaria— perdió rostro, identidad, proyecto propio, definición y diferencia. La actividad se acható, el pensamiento fue desplazado paulatinamente hacia un ámbito de ocurrencias en competencia. Y en esa mimética condición se han abierto otras formas de preparar las luchas electorales y políticas.
En el PRI, gracias a la fatiga, se perdió el color por una razón muy sencilla: la endogamia venció a la asimilación, la formación de cuadros y la preparación de funcionarios. La carrera política se terminó. Y entonces se echó mano del remanente.
Y eso se refleja en un área cada vez más sensible y desatentaria: la comunicación. Se reciclan personajes, se les coloca en el escaque del caballo cuando no dan sino para peones o se les hace torres cuando fracasan como alfiles. El resultado casi siempre es malo, dentro o fuera del gobierno.
La sabiduría del gabinete y la capacidad de decisión del superior (para lo cual es necesaria una idea fija, un propósito definido y una voluntad inquebrantable), fueron desplazadas por el mercadológico war room, donde se toman las decisiones más acertadas para justificar cómo se pierden las elecciones en el estéril campo de poner a funcionar las “lluvias de ideas” (a veces asamblea para masturbaciones colectivas sin ideas); pues la mayoría de los concurrentes a tan singulares reuniones, nada más piensan cómo colocarse —lambiscones y genuflexos— en el siguiente reparto de posiciones. Si se logra la victoria sin cambiar de cachucha.
Ya no se diga cómo se agravó la confusión cuando el juego virtual de las redes sociales desplazó al contacto real con los ciudadanos o con los medios tradicionales.
Si a eso se agrega una legislación electoral medrosa, temerosa, construida por las amenazas del fraude, la sospecha y el miedo; la patraña de las equidades; el control de los medios masivos tradicionales y la sobrerregulación, muda para ciertos casos y parlanchina en exceso en otros, el panorama de la confusión y la promiscuidad está completo.
El cuadro entero no puede quedar listo si no se habla de la autoridad electoral, tanto la organizativa, como la de justicia, entre quienes los choques son frecuentes, las divergencias notables y la utilidad escasa. El sueño de una democracia en México se convirtió en una costosa mojiganga de burócratas y parásitos enquistados en los partidos políticos.
Pero algo hacía falta todavía: la concurrencia de los candidatos “independientes” o “ciudadanos” (todos somos ciudadanos) cuya fórmula de registro nos ha probado a todos la similitud del reino de la transa y el cochupo con los límites siderales: ambos son infinitos.
Y en esas condiciones se cuelan los “especialistas”; los “expertos”, como por ejemplo ese inevitable venezolano llamado J.J. Rendón cuya jactancia es suprema: voy a hacer todo para evitar la llegada de Andrés Manuel a la Presidencia.
Pues quizá no sea mucho porque si pudiera hacer algo, más allá de una frase inocua de peligrosidad tropical, debió haberlo hecho en su país con Maduro o con el comandante Chávez cuyo fantasma quiere exorcizar aquí, no en Caracas. Otro vendedor de espejitos.
Hoy en el gobierno federal hay una desbandada de personas cuyo currículum ( hablo sólo de las áreas de “comunicación”; de los “genios de la incomunicación”, como los bautizó hace ya muchos años Pancho Cárdenas) sería suficiente para cerrarles las puertas. Ya probaron su ineptitud en la materia pero los lazos de viejas amistades o añejas complicidades los hacen subir a la mesa del nuevo juego.
Y el war room del PRI, al menos, se llena de pícaros y pájaros de cuenta. También personas serias y sensatas, pero por desgracia siempre son más los malabaristas de la nómina. No todos en el Barcelona son Messi y ya sabemos cómo el eslabón más débil prueba la fuerza de la cadena entera. También sabemos quiénes son personas adecuadas.
Hay ahí quienes metieron la pata hasta la ingle en la campaña anterior y pusieron hasta en riesgo judicial a los operadores del presidente Peña, gracias a la inclusión de farsantes con pretensión de hacer campaña entre los mexicanos de afuera.
Hay saltimbanquis de la burocracia quienes en treinta años no han dado ni siquiera un resultado más o menos visible, pero han saltado de hueso en hueso gracias al repetido arte de la palmada en la espalda y la sonrisa simple. Y llegan y llegan oleadas de ocurrentes con las credenciales de viejos fracasos, pero con la disposición de cambiar de chaqueta si es necesario. Algunos le han servido a la IP o a cualquier bandera partidaria. No importa. No se necesita un color, sino más bien un descolorido.
Por lo pronto este paseo en el paddock del hipódromo, pues eso vienen siendo las incomprensibles “precampañas” (luego vendrán las “postcampañas” y luego los disturbios postelectorales), nos han permitido ver, a veces con la frazada de la cuadra puesta, las hechuras de los potros en la contienda.
Ya hemos visto la caballada. Flaca, flaca…
No hay casualidades. Silvana Beltrones se va de San Lázaro y a los pocos instantes Manlio Fabio respalda a Pepe Meade abiertamente. El Senado bien vale una misa. Y si es para la hija, dos.