LA GUERRA FRÍA, AHORA ENTRE ALIADOS.

Dejemos por ahora las pendencias y tendencias electorales. Abramos los ojos al diario y a la historia y hagamos con las imágenes aquello imposible para las imágenes mismas: hagamos hablar a las fotografías. Analicemos los gestos, el lenguaje del cuerpo, la palabra detrás de la mirada.

Angela Merkel (“ánguela”, como pronuncian los merolicos de la radio) rodeada por los hombres del G-7 (Theresa May, la primera ministra británica, la otra mujer entre los poderosos, no se alcanza a ver ni siquiera incompleta), se encima sobre una mesa colocada entre ella y Donald Trump. Es una mesa cuya breve extensión no impediría alcanzar al señor de los pelos zanahoria con la longitud de los brazos teutones.

Pero Angela prefiere contenerse ella misma y se detiene con las palmas de las manos sobre la cubierta. Sus ojos, rendijas en la escena, se adivinan fulgurantes y rabiosos. Es como si dijera (y quizá lo dice ese cuerpo de buena abuela bávara), ya me tienes harta. Harta.

Trump, en un gesto mezclado entre la diversión y la indiferencia, la mira con fijeza, pero en el fondo la ignora o la desdeña. Nada de cuanto le diga lo hará cambiar en esta guerra comercial entre aliados desunidos en plena guerra fría. Como nada lo hace descruzar los brazos.

Junto a él, John Bolton, su asesor de Seguridad Nacional (el pretexto ubicuo para todo y por todo), con la corbata-uniforme de casi todos los días de Trump, la corbata roja, roja como sus mejillas, observa con la boca abierta bajo su mostacho canoso y las manos cruzadas sobre papeles amarillos en su vientre.

Parece pensar: ¿qué es esto?

“Puedo decir que mantengo una relación muy abierta y directa con el presidente estadunidense”, dijo la señora Merkel un tanto después. Sí, cómo no, dice la fotografía.

A un costado, Shinzo Abe, primer ministro de Japón, con la cabeza un poco ladeada, como si ahí convivieran el hastío y la incomprensión hacia los occidentales indescifrables, cruza los brazos sobre su pecho y mira a la Merkel lanzada como una leona sobre el impávido presidente de los Estados Unidos. Yasutoshi Nishimura, secretario adjunto del gabinete de Japón, estira la gaita para mirar con claridad.

Apenas visible, a la diestra de Merkel, Emmanuel Macron, presidente de Francia, siempre cerca de las señoras de cierta edad, dicen los suspicaces y los majaderos, interviene apenas con los dedos de su mano derecha sobre la flaca mesa entre los poderosos del mundo y el presidente de Estados Unidos, tan poderoso como todos los demás juntos.

A un lado apenas se alcanza ver la melena encanecida de la señora Theresa May, primera ministra de la Gran Bretaña, quien con todas sus letras le dijo a Trump en una llamada telefónica: sus aranceles, milord, son “injustificados y profundamente decepcionantes”, no obstante lo cual —dice BBC News—, intentó un tono conciliador en la cumbre, “instando a los líderes a retirarse del borde de una posible guerra comercial”.

El cuadro se completa con Larry Kudlow, director del Consejo Económico de los Estados Unidos, quien con la vista gacha observa la mesita cubierta con un mantel gris perla, sobre el cual descansa un vaso de agua.

El vaso, como dicen los clásicos, no se sabe si está medio lleno o medio vacío, pero el líquido le llega exactamente a la mitad. Es un vaso mudo, como suelen ser los vasos y como todos ellos (nos lo ha dicho Gorostiza), “en la red de cristal que la estrangula”; en su rigor, el agua se contiene y toma forma.

Cerca del ángulo final de la mesa, los papeles de Larry aparecen doblados, como la premura del instante.

Nadie hubiera imaginado jamás un encuentro tan áspero y ríspido y feo como éste. Y, conste, son aliados. O lo fueron cuando el mundo estaba en dos partido.

En la vasta historia de las fotografías políticas, esas crónicas del instante, veo otra —en aquel caso—, de cordial enemistad. Ahí no se trataba de combatir aranceles ni prácticas comerciales beligerantes. Se trataba de repartir el mundo.

Winston Churchill, con un habano en la diestra, sostiene en el regazo un gorro del cual se acaba de despojar para la fotografía. Roosevelt, visiblemente deteriorado de salud, y sin embargo con un cigarrillo en la mano izquierda, tiene una capichuela sobre los hombros y un semblante estoico. A su lado, Stalin nada más tiene la mirada fría de la fuerza probada. Su ejército del frente oriental alzó una muralla de cadáveres y derrotó a Hitler.

Ahí nació la Guerra fría, ahí se bajó el telón de acero. Pero nadie se lanzaba sobre el otro.

Insultos

La fiesta de la majadería sigue. Andrés insulta a los empresarios con amnesia; Anaya a Meade y Meade a Ricardo. Ladrón vulgar, mosca muerta, cínico corrupto… Nada más les falta decir, “¡Tú las traes…!

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