¿Cómo es posible que en dos años el mejor tenista del mundo se hunda hasta el sitio 832 del ranking mundial?
En 2016, Andy Murray era el mayor ídolo deportivo del Reino Unido: el número uno de la Asociación de Tenistas Profesionales y el primer británico en coronarse en Wimbledon en 80 años (el último fue Fred Perry, en 1936). Hoy, el escocés es un costal de achaques y nulos resultados. Pero no. Su caída no se debe a la falta de constancia, sino a las lesiones: las grandes rivales de los tenistas actuales.
Hace un año, Toni Nadal –tío y entrenador de Rafa Nadal– envió una carta a los directivos de la ATP, titulada Urge proteger a los tenistas: “si bien es cierto que la permanencia de los jugadores en el circuito se ha alargado, no menos cierto es que estos van sufriendo parones en sus carreras debido a las lesiones. A mi entender, se han dado una serie de circunstancias que han actuado en detrimento no sólo de la salud de los tenistas, sino también de la belleza de este deporte”.
Rafa Nadal y Novak Djokovic han aceptado que la temporada de la ATP es muy extenuante. Tiene muchos torneos con apenas un par de semanas de descanso entre ellos. Y la cima del ránking sólo puede alcanzarse acumulando puntos, para lo cual es necesario participar en competencias grandes y pequeñas, desde un ATP 250 hasta un Grand Slam.
Sólo así puede explicarse el caso de Murray, para quien el 2018 ha sido catastrófico. No pudo jugar en Australia ni en Roland Garros. Renunció a Wimbledon a un día de que comenzara el torneo. La causa: la operación de cadera a la que fue sometido en enero pasado. Desde septiembre de 2017 dijo que se ausentaría de las canchas por malestares físicos. Es tiempo que no regresa a su mejor nivel. Y en tiempos en el que el tenis se juega a ritmos inusitados, someterse a una cirugía es un lujo que pocos jugadores pueden darse.
Prosigue Toni: “la evolución física de los jugadores, cada vez más altos y fuertes, la evolución de los materiales, raquetas, cordajes y pelotas y un circuito jugado mayoritariamente en pistas duras hacen que la manera más clara, y casi única, de ganar los puntos y, por consiguiente, los partidos, sea imprimir una gran velocidad a cada golpe. Urgen cambios o urgen muchos más médicos”.
Sin embargo, Murray está de regreso. Venció antier al estadounidense Mackenzie McDonald por 6-3, 6-4 y 7-5 en la primera ronda el Torneo de Washington. No se le ve bien. Tenía 17 meses de no jugar en cancha dura. No se sabe si participará en el US Open.
Un rey sin miedo
Durante siete siglos, Escocia se caracterizó por tener reyes osados para la guerra. Andy Murray posee esa temeridad. A simple vista, este escocés de 84 kilogramos y 1.91 metros parece un hombre tranquilo y apacible; pocos se imaginarían que presenció la mayor matanza infantil en la historia de Reino Unido.
El 13 de marzo de 1996, un hombre llamado Thomas Hamilton ingresó al gimnasio de la Escuela Primaria de Dunblane, en Escocia, sacó dos pistolas 9 mm y dos revólveres Smith & Wenson, y abrió fuego contra los alumnos de primer grado. El saldo: 16 niños muertos, una maestra asesinada y 12 heridos. Dos niños presenciaron la masacre desde la puerta del recinto: los hermanos Jamie y Andy Murray, de 10 y 9 años, respectivamente.
Andy sólo ha hablado de aquel episodio en su autobiografía Hitting Back (2008): “lo más traumático y extraño era que conocíamos al tipo. Thomas Hamilton era el coordinador de los Boy Scouts a los que pertenecíamos mi hermano y yo. Recuerdo que lo despidieron por conducta inapropiada. Él estuvo con nosotros en el coche de mi mamá. Resulta raro pensar que hay un asesino en tu auto sentado al lado de tu madre. Esta es probablemente una de las razones por las que no quiero volver la vista atrás. No sé si fue el trauma o mi corta edad, pero agradezco no recordar casi nada de aquella mañana”.
Su infancia no fue la mejor debido al precoz divorcio de sus padres. Su padre, William, quería que Andy fuera futbolista; a menudo le contaba las historias del abuelo, quien había sido jugador profesional de los Rangers de Escocia en los 50. Su madre, en cambio, hija de una familia más acomodada, era entrenadora de tenis y quería que su hijo fuera el próximo Fred Perry.
“A decir verdad, yo quería ser futbolista”, confiesa Murray en sus memorias. E incluso comparte que jugó en las divisiones juveniles de los Rangers, pero un entrenador se encargó de hacer añicos su sueño: “tus piernas son demasiado torpes y largas. Dedícate a algo que tenga que ver con los brazos, muchacho”.
Entrenó tenis como un maniático y a sus 18 años emigró a Barcelona, donde se alejó del conflictivo mundo de sus padres, a quienes aún visita con regularidad.
Murray tiene el temple de los antiguos reyes de Escocia. Sólo que ahora su corona es más pesada, pues carga con las ilusiones de un Reino Unido de cuatro naciones sedientas de triunfos.