La casa verde en nada destaca entre una docena de granjas y villas esparcidas alrededor del centro de Stijena, un pueblo pintoresco en el noroeste de Bosnia-Herzegovina. Solo al mediodía, cuando sus altavoces difunden la llamada a la oración, se hace evidente que la casa es en realidad una mezquita. Varios hombres de apariencia salafista —pantalones hasta los tobillos, gorro y largas barbas— se acercan a la mezquita. Todos rechazan educadamente hacer cualquier declaración y señalan al imam, un hombre bajo y de edad avanzada, como su portavoz. “¡Vete de inmediato! ¡No te quiero aquí!”, ruge el imam tan pronto como escucha la palabra “periodista”, justo antes de añadir un insulto entre dientes.
En Bosnia, las comunidades salafistas —una rama ultraconservadora del islam— como la de Stijena se sienten en la picota después de que el presidente francés, Emmanuel Macron, describiera el país balcánico como una “bomba de relojería” debido a la presencia de grupos islamistas radicales. Sus palabras se sumaron a las declaraciones de diversos políticos croatas y serbios tachando el país de “feudo yihadista”. La entonces presidenta croata, Kolinda Grabar-Kitarovic, incluso llegó a afirmar que Bosnia cuenta con 10.000 radicales, una seria mancha en el expediente de un país que aspira a acceder a la UE.
“Esas afirmaciones son completamente falsas. No tenemos un problema de radicalización. Podemos tener docenas de extremistas, pero no más”, asegura Halid Genjac, secretario general del Partido de Acción Democrática (SDA), la principal formación entre los bosniacos, los ciudadanos de religión musulmana. Según el último censo, los bosniacos representan un poco más del 50% de la población, mientras que los serbios constituyen el 30% y los croatas el 15%.
“Se calcula que entre 260 y 330 bosnios se unieron a grupos yihadistas en Siria e Irak”, apunta Matteo Pugliese, un analista del think tank ISPI especializado en seguridad en los Balcanes. Esta cifra representa aproximadamente el 0,018% de la población bosniaca, casi la mitad del porcentaje registrado entre la población musulmana francesa (0,034%). En cuanto al número de combatientes yihadistas retornados, son alrededor de 60, mientras que en Francia el número supera los 300. Por lo tanto, las declaraciones alarmistas procedentes de políticos europeos no parecen justificadas. “A Macron le han engañado los políticos croatas y serbios que quieren debilitar Bosnia para luego desgajarla”, espeta Genjac.
Según las autoridades bosnias, el país alberga 29 pequeñas comunidades salafistas que reúnen a unas 3.000 personas. Said Mukajic, el principal imam del municipio de Cazin, al que pertenece Stijena, asegura que los miembros de esta congregación viven aislados del resto de creyentes y no desempeñan labores de proselitismo. “Los viernes viene a rezar una decena de personas, y en Ramadán serán unos 30. Siempre han vivido en el pueblo. Hace unos años, abrazaron esta ideología y dejaron de mezclarse con el resto de la población”, cuenta un granjero que vive a pocos metros de la mezquita. “No crean problemas. Simplemente viven sus vidas según sus principios”, agrega este anciano de mirada acuosa.
Si bien la mayoría de los salafistas bosnios son apolíticos, sus agrupaciones se convirtieron en un caladero para los reclutadores yihadistas al inicio de la guerra de Siria. “El prototipo de joven que se alistó para hacer la yihad pertenecía las comunidades salafistas, tanto urbanas como rurales. Pero también hubo bosniacos normales a quien les prometieron una mejor posición social”, sostiene Pugliese. Bosnia es uno de los países del mundo con una mayor tasa de paro juvenil —un 57%, según el Banco Mundial—.
El salafismo apareció en Bosnia durante la guerra, con la llegada de cientos de muyahidines, muchos directamente desde los campos de batalla en Afganistán. Cuando terminó el conflicto, algunos se casaron y decidieron crear comunidades en las zonas rurales. Pero algunas agrupaciones ultraconservadoras, como la de Stijena, son mucho más recientes y fueron creadas por emigrantes bosnios que regresaron de países occidentales, donde fueron expuestos a estas ideas. De hecho, un par de coches aparcados delante de la casa verde tienen matrícula austríaca o eslovena.
El islam adoptó un papel más prominente en la sociedad bosnia después de la cruel guerra que desangró el país entre 1992 y 1995. En comparación con la era comunista, cuando la religiosidad era mal vista, la asistencia a las mezquitas aumentó después del conflicto. Para los bosniacos, incluso aquellos que no eran religiosos, el islam se convirtió en una seña de identidad más potente. Sin embargo, las interpretaciones radicales nunca arraigaron en el país, en parte porque las autoridades religiosas siempre han repudiado el extremismo y no han dejado que sus mezquitas caigan bajo el influjo de países o imames extranjeros.
“Durante los últimos 150 años, los musulmanes bosnios han practicado una interpretación liberal del islam. Desde el final del periodo otomano, nuestros intelectuales fueron a estudiar a Viena y otras ciudades europeas y eso influyó en su lectura de los textos sagrados”, señala Sumeja Ljevakovic, investigadora del Instituto Bosniaco de la Tradición Islámica, en Sarajevo.