Redacción
En la última frase de la entrevista que le hice aquel día, hubo un dejo de fatiga, tal vez de entrega a la derrota. Dos o tres semanas más tarde salió rumbo al hospital. Su muerte fue anunciada el 19 de junio de 2010.
Carlos Monsiváis se había sentado cinco veces frente a las cámaras del programa que conduzco en ADN40. En esas horas de grabación sobre temas muy diversos (libros, películas, premios, salones de baile, transformaciones urbanas), Monsiváis dejó los fragmentos de un relato sobre su vida y su trayectoria literaria: una memoria sobre la ciudad cuyos misterios y calidades secretas él pudo develar como nadie.
Pasaron 10 años. Al recortar los fragmentos de esas conversaciones en que Monsiváis habla de sí mismo, y unirlos en un nuevo rompecabezas, apareció la entrevista que no fue posible hacerle las veces que acudió al estudio o me recibió en su casa. Esta suerte de conversación oculta, hecha a cuentagotas, y a veces a borbotones, transcurrió entre octubre de 2006 y marzo o abril de 2010.
Carlos, ¿es verdad que fue en casa del cronista Artemio de Valle-Arizpe en donde descubriste los libros y quisiste convertirte en escritor?
Don Artemio de Valle-Arizpe era una figura excéntrica, hoy casi desconocida, que vivía en una casa llena de antigüedades y mandaba encuadernar sus libros a Holanda. Yo iba a ver a mi tía, que era su ama de llaves, los domingos, y don Artemio, que me dirigió la mirada una sola vez, y no de manera consistente, me dijo que tomara libros de unas cajas que tenía, y entonces eso me permitió leer, con escaso provecho, debo reconocer, a Emilia Pardo Bazán, a Pío Baroja. En ese momento decidí ser lector, porque a la edad que yo tenía es lo único que puedes hacer y entender, digamos que forma parte de las limitaciones del Universo. Pero lo primero que leí, sabiendo que estaba leyéndolo, fue “La Ilíada” y me deslumbró. También lo primero que leí fue “La Biblia”, por la cuestión religiosa de mi madre, y lo primero que memoricé fue: “En el principio era el Verbo y el Verbo era dios”. Creo que mi interés de lector viene de “La Biblia” y fue una de las cosas más aterradoras porque entonces yo memorizaba, me detenía en el versículo cuatro mil, y decía: “ya, ni uno más, puedo perder la razón”. Ya estaba en secundaria y para mí eso fue una experiencia. Frecuentaba mucho las librerías de viejo, la pasión de mi vida, y entonces ver cómo un señor mandaba a encuadernar sus libros a Holanda me parecía muy notable.
En una plática que tuvimos te referiste a tu infancia como “libresca”. Hablemos de eso.
Fue una infancia muy exótica, porque en sexto de primaria se me ocurrió decirle a los compañeros que por qué no formábamos la biblioteca de la escuela y tuve la primera noción de lo que era la carcajada a mi costa. Lo que me gustaba mucho era la experiencia de la convivencia religiosa: no me invitaban con frecuencia a las casas de mis amigos, porque había esa diferencia semántica de Dios: nosotros éramos protestantes. Pero me acuerdo que una vez me invitó a su casa un compañero y una señora me preguntó: “Bueno, ¿y ustedes los protestantes no tienen envidia de nosotros los católicos que celebramos la Navidad?”. Esa pregunta me gustó, porque si algo hacen los protestantes es celebrar la Navidad todo el año. Le dije: “No, señora, lo que pasa es que como los católicos tienen el monopolio de la celebración de la Navidad en diciembre, nosotros la celebramos en marzo o en abril, entonces también cambiamos de rituales, a veces llega el niño al pesebre, a veces no llega”. Entonces la señora estaba fascinada oyendo lo que eran las costumbres exóticas de otra religión. Otra vez mis compañeros de tercero de secundaria me preguntaron: “¿Y tú no te sientes mal de saber que no serás nada en la vida porque eres protestante?” Eso sí me dolió, porque nunca había pensado en ser algo en la vida, y la idea de que tuviera que ser algo me horrorizó.
¿Cuál consideras tú que fue tu momento inaugural, el momento en que en términos literarios verdaderamente nació Carlos Monsiváis?
Cuando estás inmerso en la lectura, en la pasión por el cine, en la pasión por cómo seguir a una sociedad por sí misma, no te puedes marcar fechas. Pero creo que, en todo caso, la visita a Alfonso Reyes en la Capilla Alfonsina. Me consiguieron una entrevista Sergio Pitol y Luis Prieto, que lo veían con cierta frecuencia. Y en una ocasión Cuauhtémoc Cárdenas, que conocía muy bien a don Alfonso por la relación de don Alfonso con el general Cárdenas, nos invitó a ir a tomar un café. Entonces Reyes, que evidentemente no estaba tan complacido de perder su tiempo, empezó a hablar de la cultura griega, y Sergio intervino con una serie de preguntas bastante atinadas, y don Alfonso se animó y yo no salía del pasmo. Nos regaló un libro, llegué a mi casa, traté de escribir lo que había oído y no pude escribir nada porque el pasmo había sido devastador, pero supe en ese momento que esa idea de la cultura, esa pasión por los libros, esa fijación en el detalle, ese divagar a propósito de Troya, me habían hecho vislumbrar un ideal de vida entre libros y conversaciones intelectuales. Reyes continúa siendo para mí un ideal de claridad prosística, inteligencia, cordialidad.
Al mismo tiempo que tu interés por los libros, surgió el interés por las causas sociales. ¿Cómo se dio esto?
A los 15 años tuve una suerte de camino a Damasco, pero digamos laico, cuando empecé a leer sobre la Guerra Civil española. Me produjo una emoción y una conmoción enormes. Entonces estaba tan distante el fenómeno, y leyendo sobre lo que fue la Brigada Internacional, de pronto pensé que la izquierda tenía sentido. Había participado en algo que ahora se oye como la Edad Media y en cierto modo era la Edad Media, que era la Juventud Comunista. Todo esto me llevó a pensar que valía la pena defender causas. Estuve en la vigilia el día que electrocutaron a los Rosenberg (acusados de espías de la URSS), fue una vigilia de unas 300 o 400 personas frente a Relaciones Exteriores, que entonces estaba en Avenida Juárez. Cuando llegó la caravana de Nueva Rosita, que eran mineros que estaban luchando por sus derechos sindicales, y llegaron después de una caminata feroz, fui a recibirlos al Zócalo, y todo eso me iba llevando a creer que valía le pena defender esas causas, aunque sin esa palabra, pero con ese sentido. Yo sabía que eran causas perdidas. Entonces, cuando de alguna manera te enamoras tanto de las causas perdidas, necesitas ya un mapa para volver a casa, y no sucedió así, espero que no haya sido así, porque encuentro que eso tiene mucho sentido, que la emoción política que se deposita en las causas sociales, en la defensa de los derechos humanos, es una de las grandes emociones que uno puede sentir. Eso no habla del desastre que de pronto puede tener una izquierda que se pronuncia por dictadores o que no habla del desgaste de la condición humana que todo lo toca, pero hay algo de nobleza, de intensidad, de fuerza moral en la lucha contra la injusticia, contra la desigualdad, que siempre me ha apasionado.
¿Cómo llegaste a la crónica?
Empecé a leer desde la secundaria a un autor que me fascinaba, Upton Sinclair, que ya no se lee, fuera de una novela, “La jungla”, que sigue siendo un clásico sobre los mataderos de Chicago… Y de pronto estaba yo en el comité de defensa de Guatemala, cuando el golpe de Carlos Castillo Armas en 1954. Era un comité preparatoriano y yo era el representante, además del único miembro, y me tocó participar en una manifestación. Y cuando llega Diego Rivera, y baja del coche una silla, y ahí está Frida Kahlo, tengo una revelación, no diría que mística, pero tampoco tan alejada del término, y eso que en el 54 no existía el mito de Frida Kahlo, pero ya existía esa presencia que te obligaba a una actitud reverencial. Llegué a mi casa a escribir una crónica apasionada del hecho. Por fortuna fue en una revista que se llamaba, azarosa y genialmente, “El Pumita”, que desapareció para siempre.
¡Tu primera crónica…!
Sí, tenía 16. Entonces yo comparaba a Frida Kahlo seguramente con la estrella del Oriente, ve tú a saber. El género me gustó mucho y seguí haciendo crónicas. Me tocó hacer crónica para un periódico que por fortuna nadie sabe de su existencia, pero que se llamaba azarosamente “¡Pueblo, Levántate!”, e hice la crónica del movimiento estudiantil del 58 en contra del alza de los camiones, en fin, hay un instante, casi una rapsodia: los dirigentes del movimiento, casi todos de la Facultad de Leyes, piden entrevistarse con el presidente Ruiz Cortines, los recibe, los regaña y les dice que a su edad deberían dedicarse a construir su futuro, que cada día es un ladrillo para el edificio de su porvenir, y entonces los estudiantes, que lo habían enfrentado, que habían resistido el cerco del Ejército en Ciudad Universitaria, ¡terminan con una porra a don Adolfo!
También pasaste, casi místicamente, por el Partido Comunista en esos años.
Salgo del Partido Comunista, expulsado en 1960, porque Pepe Revueltas, que era el alma de nuestro pequeño movimiento (éramos 20), decide que el Partido Comunista no tiene existencia histórica. Entonces me toca la sesión en la cual se discute la inexistencia del Partido, y era formidable porque el representante de la línea soviético-mexicana le dice: “¿Y cómo, si no existe el Partido, están ustedes aquí?”. Ya era llevar las cosas a una filosofía, a un grado de acabar en cualquier solecismo, y Pepe Revueltas dijo: “¿Y ustedes, cómo saben que están aquí históricamente?”.
“Desde siempre he visto al Distrito Federal no como Ciudad, en el sentido de un organismo al que se puede pertenecer, y por el que se puede sentir orgullo, sino como Catálogo, Vitrina, Escaparate”, escribiste allá por el 66. ¿Cuándo ocurre tu descubrimiento de la ciudad?
La ciudad siempre me fascinó. Entré en ella por dos vías: los libros de viejo y el cine, las programaciones dobles o triples. Una tercera vía fue el Centro Histórico: siempre me ha fascinado, creo que es el mayor archivo de locuras, capacidades creativas, degradaciones, ilusiones, exaltaciones, lo que sea. Cuando estaba en la Universidad, un lugar que se llamaba “Cero en Conducta” me parecía fascinante porque era un cabaret de mala muerte, entrabas y tenías que remangarte los pantalones para dar la idea de que estabas en una escuelita, había un pizarrón, y una señora cómica, madura, retaba a los parroquianos a jugar albures en el pizarrón. De eso había mucho. En Las Adelas, otro tugurio, cuando salías a las 6 de la mañana, ya estaban unas señoras formándose con sus botes de leche. Había una magia que se conserva de un modo aplastante y masivo, pero ya absolutamente distinto, y si tú no te rendías a eso, a la idea de que era imposible el orden, no entendías nada. Era una ciudad de marchas, pero también de ir a ver a Pérez Prado. Ahí nació una necesidad de descubrir la locura sistemática…
¿Visitaste alguna vez el Salón México, al que le dedicaste una crónica que se ha vuelto clásica?
Bueno, yo era un joven estudiante de la Ciudad Universitaria que estaba decidido a practicar el asombro. Eran ya los últimos tiempos del Salón México. Fui desde luego aleccionado por la película del Indio Fernández y Figueroa, desde luego sometido al hechizo de Aaron Copland y las fotos de Henri Cartier-Bresson, y a todo el vértigo que ya empezaba a mostrar Nacho López, ese prodigioso fotógrafo. Lo que hallé fue que todas mis expectativas al poco fracasaban, no había letreros de “Prohibido tirar colillas para que las damas no se quemen los pies”, no había tampoco un desfile de personajes a la José Clemente Orozco. Era un salón de baile con compañeras que podían ejercer el sexo libre pero no gratuitamente, con pachucos ya tardíos, ya con el traje que reclamaba más bien el museo que la calle y con una ansiedad por aprovechar eso que ya se sentía como en caída del modo más jubiloso posible. Desde luego había una presencia enorme del barrio. Como yo no pertenecía al barrio, quedaba fuera al instante, pero sí me quedan imágenes que luego trato de incorporar a algún texto y veo que no puedo porque son imágenes de un alucinamiento que no sé si deriva de mi sorpresa o de lo que estaba viendo.
¿Te llegaste a probar en el danzón, el mambo?
Jamás. Siempre descubrí que mi vocación era pétrea, y que lo mejor que podía hacer era afirmarme en algún asiento y admirar.
Háblame del escritor pop. La noción de cultura popular atraviesa transversalmente tus libros…
México es un país popular, no es un país de clase alta. Una cosa es que el usufructo lo tenga la clase alta y que licuen el trabajo. Pero hablar de lo popular es hablar de toda la historia de México, desde la gran figura, no la llamo mito, porque al respecto hay otras consideraciones religiosas que no comparto pero respeto, de la Virgen de Guadalupe. En adelante todo es popular, hasta que llega un momento en que se transforma en cultura de masas, que a mí francamente me interesa mucho menos; pero tú no te explicas lo que pasa en los siglos XVII y XVIII, la asimilación de una religión y las posibilidades de la fe, sin la Virgen de Guadalupe. Como no te explicas el siglo XIX sin la feroz batalla entre liberales y conservadores, y sin los significados de la vida laica. Como no te explicas el siglo XX sin el cine, y en menor medida, sin la canción. Lo popular forma no solo el sedimento, sino el espectáculo cotidiano en que estamos sumergidos.
“Nuestra identidad es el registro de nuestras admiraciones”, escribiste. ¿Cuáles son las admiraciones que han hecho posible a Carlos Monsiváis?
–Son escritores la mayor parte, películas, actores, desde luego Sergio Pitol, mi admiración mayor, porque es la gente a la que le debo el contacto con autores que en ese momento ni siquiera sospechaba: Borges, la frecuentación de Reyes; le debo haber leído a una serie de autores italianos, franceses. Una admiración que permanece es Novo, que en un momento dado abandona su papel rebelde y se vuelve institución, pero que mantiene un culto por el lenguaje que es admirable. Oscar Wilde, Dickens, un mundo al que entré y del que no podré salir nunca, y Voltaire, con quienes descubrí que existía el sentido del humor.
El humor: otro gran rasgo de tu obra.
La idea de ser humorista no me gusta tanto, porque implica la idea de hacer reír y no tengo el deseo de hacer reír con mi trabajo. Lo que me gusta es reírme, y si alguien más comparte esa situación me parece muy bien, pero tiene uno que tener la risa, ese asomo a la revancha. En todo caso, me gustaría que el rasgo fuera la ironía. El humor es muy difícil, tú no puedes garantizar la eficacia de un escrito y tasarla en carcajadas. Lo que puedes hacer es ver una situación grotesca desde una perspectiva que a ti te divierta, y que presuntamente alguien más pueda compartir esa diversión.
Diremos entonces: un observador del ridículo en la vida mexicana.
Si yo no me río de lo que están diciendo desde las alturas del poder, acabo creyendo que son efectivamente las alturas del poder.
¿De dónde viene exactamente tu interés en mirar y criticar al poder?
Me fui interesando cuando fui leyendo declaraciones maravillosas y entonces las citaba o las reconstruía. En 1968, en medio del movimiento estudiantil, una serie de afirmaciones patrióticas me llamaron tanto la atención que inicié una sección que ha perseverado con saltos: “¡Por mi madre, bohemios!”. Cuando un diputado del PRI dice, hablando de la crítica a lo ocurrido en Tlatelolco: “Es preferible morir aplastado por tanques mexicanos que por tanques soviéticos”, entonces ya te llama la atención. O cuando una agrupación que está en defensa del gobierno se llama a sí misma Asociación de Exalumnos de Todas las Instituciones Educativas, es tan maravilloso que te dan unas ganas irresistibles de enmarcar la frase.
Recoger las insensateces de los políticos en 1968, y publicarlas en un medio de comunicación, no debió ser fácil. ¿Alguna vez te reclamaron, alguna vez se preguntaron: “¿Quién es el miserable que escribió este artículo?”.
No, porque la idea de que se les pudiera satirizar o que sus ideas causaran hilaridades les parecía tan extraña que ni siquiera la tomaban en cuenta. La verdad es que la idea de la ironía o el sarcasmo, o la sátira en el nivel que se logre, les resultaba tan extraña que ni siquiera la consideraban. Cuando el secretario general de la Juventud de la CTM se quedó en el puesto 30 años, y dijo: “En la CTM somos más marxistas que el Papa”, esto te convoca ya inmediatamente a un estado de beneplácito, a un estado de bienestar, y lo que pasa es que ellos leían la frase y decían: “Qué bien que la reproduzcan”. Yo me encontré a varios que me agradecían que los hubiera citado.
¿Nunca te presentaste a escribir amparado, como Palillo en la Carpa México?
No. Pero el caso de Palillo es distinto porque él hablaba contra los inverecundos, entonces llegaba un inspector y lo detenía. Palillo tenía que andar con el amparo en la bolsa. Yo me amparaba con el hecho de que lo que hacía estaba escrito, y lo escrito cuesta más dificultades que lo que está oído.
Tu otra gran fascinación: las figuras míticas del cine, las instituciones de la cultura mexicana: María Félix, Dolores del Río…
–Concentrarme únicamente en la política es concentrarme en la posibilidad de que las leyendas instantáneas se te derrumben al día siguiente. Me parece que efectivamente el cine nacional cubre toda una transformación de la vida mexicana, y que el país que conocemos se debe en gran medida al cine nacional. Por eso me interesa. Cómo sabemos cuál era la imagen de la picaresca antes de Cantinflas, cómo sabemos hasta qué punto la manera de hablar de Arturo de Córdova influyó en todos los magistrados, abogados, médicos.
¿La televisión no te interesa?
Me interesa bastante menos, solo recientemente cuando llega el DVD y tienes la posibilidad de la obra completa de Los Polivoces o de Chespirito. De ese modo te acercas a ese archivo mental y visual. Antes no era posible. Antes salían de la televisión y no había quién los recordara. Me dicen que hubo unas muy famosas que salían y te decían: “Reconózcame, yo fui famosa, usted me pidió un autógrafo”.
¿Alguna vez hiciste otro tipo de ejercicio que no fuera el de la memoria?
Sí. Durante 20 años practiqué natación ¡y atletismo! Y luego me hice a un lado para que triunfarán las nuevas generaciones.
¿Qué significa recordarlo todo, memorizarlo todo? ¿Cómo puedes vivir con esa especie de tinta indeleble dentro de la cabeza?
En la preparatoria leí una frase de Cicerón: “La memoria es la inteligencia de los tontos”. Desde entonces carezco de conciencia de culpa por acordarme de lo que puedo. Y la desmemoria hoy tan dominante me asombra: ¿por qué no se acordarán de las cosas que solo a mí me interesan?
Hablemos de las diferencias entre la ciudad de tus primeras crónicas y la ciudad monstruosa, fascinante y desbordada de tu último libro, “Apocalipstick”.
La primera gran diferencia, el primer rasgo, es la sensación de que el anonimato ya no te corresponde, como ahora todos somos anónimos y como todos vivimos en el anonimato, lo que te corresponde es crearte dentro de ti mismo las condiciones de un programa de televisión: cada quien es protagonista de su propia telenovela. El segundo rasgo es la sensación de la escasez como algo irremediable, a la que debes oponer las posibilidades del consumo a tu alcance; vives en escasez, consumes lo que puedes, son contradicciones que de cualquier modo integran un equilibrio cotidiano. El tercer rasgo es la paciencia, todo parece moverse con una rapidez magnífica pero todo también se norma por la paciencia, el embotellamiento es la gran institución de la paciencia, no podemos huir del embotellamiento, tenemos que estar ahí, a la disposición de lo que ocurra en el próximo semáforo, somos de alguna manera criaturas de la obediencia al semáforo y quien intenta huir de esa tiranía paga drásticamente las consecuencias. Esos traumas colectivos o esos derrumbes del avance que son los embotellamientos sí son costosos. Ya no necesitas de la política o de la protesta. Basta que un tráiler se atraviese para que se produzca el caos. Lo que pasa es que la Ciudad de México, ya hay que aceptarlo, ya tocó su techo histórico. Estamos viviendo, no me canso de decírmelo a mí mismo que también soy mi propio público –si no fuera eso no tendría muchas certezas de continuidad–, estamos viviendo la agonía más enérgica de que tengo noticia.
¿Cómo vives la ciudad de 2010?
Vivo con una curiosidad selectiva y de alguna manera muy premeditada, no es la curiosidad de salir a ver qué encuentro, sino la curiosidad de encontrar a ver si salgo. Entonces es muy distinto, pero persiste la gana de ir por distintos rumbos. Me perjudica de varias maneras la sensación del fin que es la vejez, porque no es que yo lo quiera, pero cuando voy a un café y me dicen que si soy de la tercera edad por qué no pido descuentos, esas cosas, pues sí influyen muy negativamente en mi ánimo, pero la vivo hasta donde es posible. Además es una ciudad que ya se ve mucho en televisión y aunque no soy un televidente asiduo, sí cuando puedo veo lo que hay de noticieros, no llego al extremo de ver telenovelas, pero sí capto, por ejemplo, la idea que los funcionarios tienen de sí mismos. Ese es un viaje, ese es un espectáculo que no puedo perderme, y así la curiosidad restringida desde luego persiste, pero que además no se deja vivir fácilmente; el que presuma de vivir la ciudad a fondo, está presumiendo de siete vidas.
¿Qué es lo que más te gusta de la ciudad?
Lo que más me gusta implacablemente es el Centro Histórico. Nunca cesas de explorar lo que hay ahí de edificios, de personajes, de movilidad en las calles, de multitudes que no puedes apresar con la mirada pero que sientes que discurren con la finalidad de la falta de finalidad. El Zócalo me sigue gustando muchísimo. Bellas Artes me gusta y las librerías de viejo, ahí deposito mucho de mi afán explorador.
¿Qué es lo que repudias de esta ciudad?
Lo que no me gusta básicamente son las zonas de exclusividad, porque siento que de pronto van a llegar fotógrafos a tomar a un grupo deleitado consigo mismo y que todo eso va a aparecer en una revista de sociales. Las zonas de exclusividad, tal y como se han ido formando, que son una mezcla de ejército de guaruras y deseo de expulsar la mirada ajena, se me han convertido en una mala palabra. No entiendo cómo todo lo que se ha construido, lo que han construido estos millonarios, estos seres de la riqueza impune, tenga como público principal a sus guardaespaldas.
Carlos, ¿cuáles dirías que son tus ilusiones?
La primera, no estar en un presídium. En realidad, las ilusiones que me quedan son pocas y todas tienen que ver con el tiempo disponible para leer y ver películas, lo que es muy egoísta, lo que hace que me olvide de mis responsabilidades cívicas, y lo que hace que termine este programa muy avergonzado de mí mismo.