Hace muchos meses, con un entusiasmo casi deportivo, Lorenzo Córdova, conejero presidente del Instituto Nacional Electoral, hablaba en tono casi exultante sobre este, el más grande proceso electoral de nuestra historia.
Gobiernos estatales, municipales; renovación del Congreso, renovación del Ejecutivo, el más abultado padrón de la historia, la mayor cantidad de casillas, los cientos de millones de boletas. En fin todo mayúsculo, todo gigantesco en una fiesta de la democracia, para la cual se había contabilizado casi todo, menos lo verdaderamente significativo: la violencia, los candidatos asesinados, la pugnacidad infértil, las pendencias hasta ahora sin consecuencia
Y hablo de esta falta de repercusiones, sólo en un caso fundamental, porque en otro tiempo, en épocas ya superadas, no habría sido imaginable un candidato presidencial cuyo verbo encendido (¿será encarnado?) agrediera con denuestos terribles de bandidaje organizado, de delincuencia electoral, de rapacería sin fatiga a los empresarios del país (traidores, ladrones, mafiosos) sin sufrir por ello ni siquiera un arañazo en el blindaje de una candidatura asentada en el engaño y la incipiente lucha de clases.
Frente a los desatinos pendencieros de Andrés Manuel, cuya mejor repuestos de armisticio es un pañuelito blanco (n se sabe si usado o sucio), la respuesta del sector patronal y económico privado, ha sido la condescendencia. La postura empresarial ha llevado a los baratones del dinero a claudicar antes de ver mayores amagos en contra de sus futuros privilegios.
Y en cuanto al clima general, jamás se había visto a un periodista caminar por las aceras del desempleo, sólo por sumarse (mal oportunista y bilioso) a un chiste idiota y de pésimo gusto, como si en verdad se estuviera tramando un complot de muerte, un magnicidio o un llamamiento al paredón, como otros han hecho contra los empresarios en el Cerro de las Campañas (sic).
–No le han quitado una pluma a nuestro gallo, decía envalentonado Andrés Manuel en otro tiempo. poco después perdió las elecciones, porque este quejicoso sonsonete de la victimización, parece ser una de las constantes en la vida mexicana. Este es, en el fondo (como decían de Pancho Villa), un país de machos chillones.
¡Ay!, pañuelito blanco, como decía el gran compositor milonguero, Filiberto:
PREMIO
Inger Díaz Barriga, una joven periodista mexicana de Univisión, supo una historia de violencia cotidiana contra una mujer y la contó para un “podcast”, con la técnica narrativa de la radio de antaño. ¿Resultado? Le dieron hace unos días premio Ortega y Gasset de periodismo.
Es la historia, dice “El País” al reseñar el galardón, de la cocinera Cristina Martínez quien huyendo de la miseria y de una vida de 20 años de maltrato conyugal (además de una violación a temprana edad, golpes y desprecio), abandonó la casa, los hijos y el infierno donde vivía; caminó semanas sola por el desierto de Sonora y llegó a Filadelfia, donde vendió quesadillas en las calles hasta lograr con el tiempo uno de los mejor calificados restaurantes entre la decena selecta de los Estados Unidos.
Inger Díaz Barriga quería hacer periodismo. Y lo hizo. No se propuso hacer justicia, pero ahora puede ayudar a hacerla.
La señora Martínez pasó de ser una mujer maltratada en su casa y en fuga de su país (“Mejor vete, Cristina”, se llama el trabajo), a ”una delincuente en los Estados Unidos porque su ingreso al país fue irregular e indocumentado”. Y eso no le gusta a Mr. Trump, quien es tan abusivo como los maridos golpeadores.
MAGNICIDIO
El mal chiste (si eso quería ser), circulado en las redes sobre los fanáticos asesinos de sus ídolos (Lennon, Versace, Selena), nos demuestra algo importante (además de la equivocada generalización, pues esos famosos fueron asesinados no por sus devotos sino por odios, pasiones humanas y dinero, pero en fin): no basta estar convencido de la estupidez inherente a la comunicación entre incomunicados, ni repetir como loro las frases de Umberto Eco sobre el parloteo de los idiotas, para caer en las trampas del ansia notoria y dedicarle horas y horas al murmullo de la comunicación digital instantánea.
No se necesita tuitear (lindo verbo) para hacer periodismo. No se necesita Facebook, para ser alguien.
Pero la instantaneidad y la obligación autoimpuesta de estar presente en la cosecha de los “like” o la incrustación de las propias opiniones metidas como calzador en el mundo ajeno, lleva a casos como este.
El intercambio de mensajes de todo tipo pasó de ser un entretenimiento divertido del ocio tecnológico a una herramienta de guerra política. El acarreo de mensajeros, la avalancha de troles y bots y demás, sólo generan ruido y distracción.
Sion los nuevos senderos de la mentira, la infidencia, la insinuación peligrosa, el sabotaje, el hostigamiento.
¡Ah!; pero cómo es linda la libertad, dicen.