Hallazgo revela las duras condiciones de vida y la resistencia cultural de los mexicas en los albores del virreinato

Tras el crucial agosto de 1521, una de las primeras acciones tomadas por los españoles fue crear una nueva traza sobre las ruinas de Tenochtitlan, mediante la cual expulsaron a los indígenas hacia la periferia, para ubicarse al centro sociopolítico de la naciente ciudad virreinal. No obstante, alejados de esas miradas extranjeras, desde sus viviendas, las y los mexicas mantuvieron múltiples actos de resistencia que hoy resurgen de la mano de la arqueología.

Es el caso del reciente descubrimiento de los vestigios de una vivienda mexica y de cuatro entierros infantiles que datan del periodo Colonial Temprano (1521-1620), pero todavía efectuados a la usanza prehispánica, según se documenta mediante un proyecto de salvamento arqueológico efectuado en un predio del barrio de La Lagunilla, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, el cual es conducido por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

Tras indicar que esta iniciativa de la Dirección de Salvamento Arqueológico (DSA) de la institución inició en noviembre pasado y se apresta a concluir su labor en campo, el arqueólogo a cargo del proyecto, Juan Carlos Campos Varela, anota que, en términos históricos, esta área correspondió al barrio de Cotolco y perteneció a la parcialidad de Atzacoalco, una de las cuatro grandes divisiones territoriales de México-Tenochtitlan.

La importancia del contexto en cuestión –que se suma a la otra ofrenda mexica, recientemente ubicada, y que también fue depositada en la época virreinal pero en la otrora parcialidad de Cuepopan– es que denota las difíciles condiciones de vida soportadas por los indígenas que no pudieron huir de Tenochtitlan durante su sitio ni después de su caída.

Lo anterior, explica el investigador, se infiere porque los cuatro entierros de infantes no tienen huellas de sacrificio ritual, por lo que las causas de sus muertes –que serán determinadas con exámenes de antropología física– estarían más asociadas a una época de crisis.

Un claro indicador es el cráneo del infante de mayor edad, el cual pudo fallecer entre los seis u ocho años –de acuerdo con la talla de sus huesos y de sus brotes dentales–, en el cual se observa criba orbitalia en los techos de sus órbitas oculares, una enfermedad directamente asociada con anemia, procesos infecciosos, parasitosis y desbalance en la dieta.

La hipótesis podría probarse al verificar si el infante más pequeño es un nonato, quizá abortado espontáneamente por alguna deficiencia alimentaria o estrés materno y, por otro lado, si se consideran los resultados de salvamentos arqueológicos previos.

“Hace tres años excavamos frente al predio que ahora trabajamos y encontramos tres entierros adultos y cuatro infantiles, también del periodo Colonial Temprano. Es decir, si sumamos esos niños con los que hoy tenemos, la evidencia indica que, al menos en este barrio de Cotolco, quienes más estaban muriendo eran los infantes”.

Si bien, comenta Campos Varela, es complicado determinar el sexo de cada uno de los restos de los cuatro niños recién descubiertos –lo cual se investigará en laboratorio–, sus ofrendas mortuorias son de especial interés: “dos no tenían ofrenda y solo eran entierros primarios colocados en los estratos virreinales tempranos; el probable nonato estaba acompañado de dos cajetes cerámicos trípodes y yacía dentro de una olla globular –de 35 centímetros de diámetro y 50 centímetros de alto–, lo que nos habla de la pervivencia de una práctica funeraria que buscaba devolverlo al útero materno, representado por la olla”.

Del conjunto, la ofrenda más completa es la del infante entre seis u ocho años: cinco pequeñas vasijas, dos malacates para hilar y una figurilla pigmentada en azul, la cual, por su iconografía, representa a una mujer sosteniendo a una niña en su regazo, de allí que, probablemente, los restos óseos pudieran ser femeninos.

Cabe destacar que en el predio se ubicó una ofrenda más, la cual resguardaba una vasija pigmentada de azul –de 30 centímetros de diámetro y 35 centímetros de alto– y contenía los huesos de un ave. Aunque carece de los atributos de Tláloc, dios de la lluvia, su coloración podría asociarla con el mundo acuático, todavía reverenciado a la manera prehispánica.

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