Redacción
Ése es el titular del histórico resultado de Marine Le Pen en las elecciones presidenciales francesas. La combativa nacionalista no ganó el domingo. Pero se acercó un poco más, y en cierto modo obtuvo una victoria en su derrota ante el reelegido presidente, Emmanuel Macron.
Con un 41.5% de los votos, una cifra sin precedentes para la candidata, la política del descontento antisistema y antiextranjeros está más instaurada que nunca en la mentalidad, el pensamiento y el paisaje político de Francia
Desde que la dinastía Le Pen -primero el padre, Jean-Marie, y ahora la hija, Marine- empezó a disputar elecciones presidenciales en 1974, nunca tantos votantes franceses adoptaron su doctrina de que la Francia multicultural y multirracial, un país con las palabras “libertad, igualdad, fraternidad” escritas en los edificios públicos, sería más rica, segura y de algún modo más francesa si estuviera menos abierta a los extranjeros y al mundo exterior.
De haberse convertido en la primera mujer en presidir Francia, su plan para combatir el terrorismo islámico habría incluido despojar a parte de la población francesa -mujeres musulmanas- de parte de su libertad. Le Pen quería prohibirles llevar en público el hiyab, una prenda que cubre el cabello, una decisión no especialmente igualitaria o fraternal. Lo mismo podría decirse de sus propuestas de priorizar a ciudadanos franceses para empleos, ayudas o vivienda.
Para Yasmina Aksas, una votante que llevaba hiyab, la derrota de Le Pen no era un motivo de celebración, dado el firme apoyo a la candidata y sus ideas, que “antes se limitaba a grupos militantes de ultraderecha” y ahora son cada vez más aceptables en la sociedad.