La inflación no solo se mide en porcentajes ni en gráficas económicas. Se mide en el rostro cansado de una mujer frente al carrito del supermercado, en la mirada de quien debe elegir entre pagar la luz o comprar pan. Mientras las cifras oficiales hablan de “ajustes temporales” o “estabilidad controlada”, la vida cotidiana de millones de mexicanos se encoge.
El cartón editorial de El Periódico de Tlaxcala lo muestra sin rodeos: una mujer mayor, preocupada por los precios, empuja un carrito casi vacío. Frente a ella, un hombre sonriente, trajeado, sostiene billetes con satisfacción. La escena resume una verdad incómoda: en México, la inflación tiene rostro y apellido —el del ciudadano común que paga las consecuencias de las decisiones que otros celebran.
Los productos básicos suben, los salarios no alcanzan, y el discurso optimista de los informes gubernamentales se estrella contra la realidad de los mercados. El poder adquisitivo se ha convertido en una ilusión, y el costo de la vida crece más rápido que cualquier promesa de recuperación.
La desigualdad se acentúa con cada ticket del súper, con cada litro de gasolina, con cada medicamento que se encarece sin explicación. La economía, dicen, “va bien”; pero el pueblo, el que llena los carritos con esperanza, va mal.
Porque la inflación no se anuncia: se siente. Se siente en el estómago vacío, en la cartera flaca, en la angustia de llegar al fin de mes con las manos vacías.
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